Acabo de leer unas declaraciones de Gustavo Bueno en las que
le preguntaban sobre su valoración de las elecciones vascas y gallegas y venía
a decirle al periodista que siguiendo a Pitágoras, prefería el silencio a la
vista de que lo que iba a aportar no lo mejoraría.
Y me vino al recuerdo aquellas clases en Gijón, en la
antigua escuela de Peritos, cuando iniciaba su andadura la Facultad de
Psicología y él daba clases. Lo de dar clases era algo teórico porque en aquel
corto espacio del aula, donde en el estrado a su alrededor se situaban –en el
suelo- sus seguidores y seguidoras, los que llegábamos un poco antes de la hora
ya teníamos que quedarnos en el pasillo. Y no para escuchar el tema del día,
sino para escuchar una perorata política que era lo que realmente nos atraía.
Después de la diatriba y soflama correspondiente (vivía, por poco tiempo ya,
Franco), sonaba el timbre de finalización de la hora y nos pedía que
esperásemos diez minutos durante los cuales, ahora sí, daba una clase excelente
y breve.
El cambio que ha dado aquel Gustavo que se lió a golpes en
un plató de TV con otro de cuyo nombre no me acuerdo (lo cual da idea de sus
aportaciones científicas), ha sido memorable pero, a mi juicio, consecuente.
Sin embargo no era mi intención hablar de Bueno. Sería una
temeridad por mi parte. La intención es hablar del barullo que él declara y yo
confirmo, que existe en la sociedad actual cuando habla de cualquier cosa. Y
como de lo que más se habla (aunque les pese a los futboleros) es de política,
el barullo al que se refiere Bueno se convierte en ruido permanente. Y la
sociedad se conforma con el barullo y el ruido, porque los que hablan nunca dan
argumento. Bueno dice que no lo hacen porque todo es inmediato y no tienen
tiempo de argumentar. Ahí no estoy de acuerdo con él. Aún siendo cierto que el
tiempo es escaso, el que tiene argumentos y didáctica para exponerlos, seguro
que lo hace suficiente. Yo creo que los que hablan, generalmente no tienen
argumentos. Y tan es así que los políticos –y Bueno debe saberlo- reparten “argumentarios” entre sus representantes para que todos digan
lo mismo: generalmente ocurrencias pero no argumentos.
Y la sociedad aborregada (¡cómo echo de menos aquella década
de los 70¡), entra al trapo y no solamente acepta, sino que repite, las mismas
frases, e incluso las mismas palabras. El reflejo más claro son las tertulias
de los medios y sus tertulianos. Hablan de conceptos sin conocerlos pero dando
la sensación de que los dominan. Nadie les pide que argumenten y si alguno lo
hace, siempre dicen aquello de “el tiempo en la radio, en tv, etc, no permite
ir mas allá”. Y así nos va.
Cuando alguien intenta dar argumentos se le tacha de pesado.
No se le quiere escuchar.
Lleven esta reflexión a los temas actuales (Artur Mas,
Déficit público, crisis financiera…) y verán que es cierto. Nadie lo explica
porque no hay tiempo. O al menos eso
dicen…
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