jueves, 19 de febrero de 2015

Rentabilizar el desencanto


En política, los grupos que han surgido siempre para rentabilizar el descontento o el cabreo, empiezan con una cierta base de apoyo y se diluyen enseguida, dejando unos cuantos cadáveres y los sinsabores a aquellos que en su momento los apoyaron y acaban por quedarse huérfanos, dándose cuenta de que el cabreo no suele ser casi nunca un acierto en la orientación.


Por supuesto que hay cientos o miles de argumentos que justifican la mala leche de la gente, el hartazgo y el desencanto. Incluso podemos asegurar que sobran razones para cabrearse y  a algunos incluso, para no dejar títere con cabeza. El desencanto, pese a ello, no es buen consejero. Los que ya no peinamos ni siquiera canas, lo sabemos. Por lo menos, somos casi la mitad de la población, porque la otra mitad está secuestrada en alguna opción política, bien porque está a gusto, bien porque –como dicen- en su familia siempre fueron de…  Demoscópicamente somos uno de cada dos los que, si no en todas, sí en muchas elecciones, cambiamos a menudo de opción. Y, al parecer somos los que inclinamos la balanza.

 Pero lo que menos me gusta, es la tendencia de muchos medios de comunicación, para crear opinión. Lo hacen en base a noticias o personas que generalmente no son de su onda de opinión  y que, lejos de buscar argumentos o cuestiones que expliquen lo acaecido, resbalan en opiniones –generalmente muy poco fundadas- cuyo argumento principal está en el sentimiento  y no en el razonamiento.

Y es que las emociones son difíciles de explicar. Hay que sentirlas. Y la masa para eso es muy receptiva porque diluye las posibles responsabilidades y a veces hasta las consecuencias. Y lo que a veces aceptamos para explicar fanatismos deportivos, también sirve para explicar otro tipo de seguimientos ciegos. La diferencia suele estar en la consecuencia del fanatismo. Mientras en lo deportivo queda en el hecho en sí, aunque pueda ser hasta dramático, en la política, no solo dura un montón de tiempo sino que los productos van a afectar –para mal o para bien- a millones de personas, algunas de las cuales son totalmente ajenas a las decisiones.


Por todo ello, creo que el cabreo no puede ser el único elemento a tener en cuenta para tirar por el retrete a un montón de opciones, ni para culpar de nuestras desgracias (a veces irreales aunque alguno las sufra) a muchos que no han tenido nada que ver con las decisiones. Y mucho menos para apuntarse a las esferas de aquellos que, jugando con ese sentimiento, nos calientan y aplauden los oídos con frases bonitas que nos encanta escuchar; con serenatas que suenan bien e incluso en ocasiones es necesario que alguien nos las cante. El cabreo debe hacernos más selectivos, más analizadores, más realistas, para procurar no volver a equivocarnos. Pero no puede ser un billete único para un tren del que no sabemos qué dirección va a tomar ni siquiera cómo va a resolver lo que critica, porque de hacerlo, de nuevo nos volvería el desencanto y quizás en un nivel más grave.