Muchísimo se ha hablado y escrito en relación con la final del abierto de Australia que enfrentó –de nuevo- a dos genios del deporte y dos modelos humanos; al menos en los valores que transmite la actividad deportiva, siempre que no eleve los niveles de pasión desenfrenada y sea justificación –provocada o no- de acciones de tipo impresentable e inadmisibles.
Sabemos –o debiéramos saber- que una característica fundamental de la práctica deportiva es la incertidumbre (Parlebas) y la imprevisibilidad del resultado. Es más, jugando con esa condición, los profesionales comentadores de la práctica deportiva, escriben y hablan (en ocasiones demasiado) intentando racionalizar los eventos, aplicándo estadísticas y matemáticas que, generalmente, no sirven para nada, más que para empasionar más de lo debido los enfrentamientos deportivos.
Los que dominamos la pasión deportiva (o creemos dominarla), y entendemos ésta como una actividad más en la formación del ser humano, quedamos embobados a la vista de la cantidad de virtudes y cualidades que derrochan dos deportistas como Nadal y Federer, y que deberían constituir iconos y ejemplos para todos, tanto en el plano deportivo como –lo que es más importante- en el humano y social.
Cuando leo en algún medio de comunicación, que las lágrimas de Federer, eran un signo de debilidad e impotencia, me apetece ningunear al autor de la expresión el cual, lejos de analizar una expresión fisiológica de un sentimiento personal y darle el valor ejemplarizante que tiene, analiza el gesto utilizando argumentos que se caen solos, simplemente con observar que, precisamente los contrarios, son los que se han puesto de manifiesto durante la competición.
Esfuerzo –hasta el casi agotamiento-, respeto -a las normas y a la persona enfrentada-, fuerza mental –para sobreponerse cada segundo-, concentración –para dirigir con la cabeza la fuerza bruta o fina-, mentalidad para ganar –comprendiendo simultáneamente la posibilidad de perder- y control de emociones –para pasar de inmediato de la euforia por lo previsible, al hundimiento por lo imprevisible-, han sido virtudes controladas en todo momento por unas cabezas privilegiadas, que tenían a su servicio unos cuerpos, también privilegiados.
Y cuando al final lo que ocurre no es lo previsible, es lógico que se desaten algunos componentes químicos que lleven al desahogo porque de no ser así, el resultado en la propia salud, podría ser muy malo.
Son los mismos elementos químicos –insultantemente humanos- que se desatan en el otro, que observa el aparente derrumbe, para consolar y sobre todo para valorar que –en el deporte como en la vida- cada cosa es resultado parcial, en uno u otro sentido, y lo que importa realmente, es el resultado final: la suma de los éxitos y los fracasos.
Este debería haber sido el mensaje educativo. El deporte normalmente lo deja nítido. Ocurre que los que se apasionan en exceso con él, lo desfiguran. Desgraciadamente esta desfiguración suele ser más abundante. El mensaje es que el esfuerzo siempre tiene premio en si mismo. A veces (como en el caso de Nadal), también fuera de si mismo. ¿O acaso podemos decir que el esfuerzo de Federer no ha sido premiado?. Para los que viven del comentario deportivo provocador está claro que no. Para los que entendemos que el esfuerzo deportivo (o no deportivo) es en sí un premio, sí.